El clásico texto del apóstol Pablo en Romanos 13:1-7, enseña que según el plan de Dios para la humanidad, las autoridades civiles o políticas tienen el propósito de promover el bien y la justicia, no solamente para la comunidad cristiana, sino para todas las personas que integran una nación o comunidad política. Dicho brevemente, las autoridades políticas tienen la misión de promover el bien común y la justicia para todos y todas.

De lo anterior se desprende que para una participación cristiana responsable en un proceso de elección de autoridades políticas, la decisión por quién votar ha de tomarse teniendo en cuenta principalmente el bien común y la justicia para todos y todas. Por cierto, este es un proceso de discernimiento que cada persona debe realizar en conciencia.

Pero dado que en el contexto de una campaña electoral son muchas las voces que se escuchan, y que con frecuencia esas voces apelan más bien a intereses particulares, a temores y a cuestiones emocionales, parece saludable la disposición a compartir respetuosamente los procesos de discernimiento que unos y otros estamos realizando, en la situación concreta del Chile actual. Lo que viene es un esfuerzo por compartir mi propio proceso de discernimiento.

El actual gobierno ganó la elección presidencial anterior con un programa de reformas que buscaba satisfacer las aspiraciones de una mayoría de la población, que se ha sentido largamente excluida de los frutos del desarrollo, y postergada en la satisfacción de sus necesidades y derechos básicos. Afirmo sin temor que se trata de una mayoría, no solamente porque la entonces candidata Michelle Bachelet ganó las elecciones, sino porque el alto porcentaje de abstención en aquella elección, que se volvió a repetir en la reciente, muestra que hay amplios sectores que están tan descontentos, que han perdido totalmente la confianza en la institucionalidad política. La abstención se ha transformado en una forma de manifestar la indignación frente a una institucionalidad política excluyente.

Aunque en su primer año el actual gobierno logró avanzar en la reforma tributaria y en la primera etapa de la reforma educacional (la Ley de Inclusión), el camino se le hizo difícil desde un comienzo, y la revelación de malas prácticas en el financiamiento de la política, y otros casos de corrupción, afectaron abruptamente la evaluación ciudadana, tanto del gobierno como de la oposición.

Lo anterior permitió a la oposición instalar en la opinión pública, ya desde inicios de 2015, la consigna de que la gente no apoya o no quiere las reformas que promueve el gobierno. Desde entonces me llamó poderosamente la atención el éxito de la oposición en esa estrategia, puesto que a mí me parecía evidente que -aunque ciertamente los partidos de oposición se oponen a esas reformas, porque las consideran contrarias a sus intereses y visión de la sociedad, el motivo del descontento de muchas de las personas que votaron por el actual gobierno  era  más bien el poco avance en el cumplimiento de las reformas prometidas, o su insatisfacción porque esperaban que las reformas fueran más profundas. Esta apropiación del descontento ciudadano por parte de la derecha me ha parecido un abuso que, lamentablemente, quienes pensamos distinto permitimos que siga ocurriendo sin ningún contrapeso.

En una de sus primeras entrevistas tras la primera vuelta presidencial, escuché al candidato ganador repetir nuevamente la consigna de que la gente no quiere las reformas que el actual gobierno se ha obstinado en promover. Pero ahora estaban a la vista los resultados electorales para desmentir tales dichos: Si se suman los porcentajes alcanzados por las candidaturas que, con matices, se plantearon en continuidad con el actual gobierno (34,29%), a los porcentajes de aquellas candidaturas que, también con matices, plantearon reformas más radicales (21,14%), resulta que un 55,43% de quienes participaron en las elecciones manifestó sus aspiraciones de cambios en la dirección de mayor inclusión, mayor igualdad y mayor justicia; mientras que el 44,57% de quienes participaron en las elecciones se manifestó a favor de las candidaturas que, con matices, se oponen a las reformas propuestas por el actual gobierno.

Por cierto que estos porcentajes no pueden interpretarse como una predicción de los resultados de la segunda vuelta, porque esos resultados dependerán de cuántas personas decidan responsablemente ejercer su derecho ciudadano, acudiendo a votar, y de cuál será su decisión de voto en el secreto de la urna.

Pero sí muestran que es perfectamente posible seguir avanzando hacia una sociedad más justa e inclusiva, si todas las personas que tienen tales aspiraciones deciden ejercer su derecho a voto, y deciden votar en coherencia con sus aspiraciones. Con mayor razón es posible, si quienes hasta ahora han manifestado su descontento e indignación mediante la abstención, deciden hacerlo esta vez mediante el voto, quedando así mejor habilitados para, posteriormente, participar del control ciudadano del cumplimiento de las promesas electorales del candidato ganador.

Volviendo a mi discernimiento personal, como muchas personas siento que ninguna candidatura satisface plenamente mis expectativas. Pero para mí, ni la abstención ni el voto nulo es una opción éticamente responsable. Por lo tanto, teniendo en cuenta que, de acuerdo a la enseñanza paulina la misión prioritaria de las autoridades políticas es promover el bien común y la justicia para todos y todas, me inclino por aquella candidatura que toma más en serio las aspiraciones de cambio de las mayorías que hasta ahora se sienten excluidas. Estoy seguro que quienes tengan la paciencia de leer esta reflexión, entenderán de quién estoy hablando.

Finalmente, aunque he dicho que la responsabilidad cristiana implica decidir teniendo en cuenta el bien general, más que los intereses propios, o los intereses de nuestras iglesias, tampoco olvido cuáles han sido los sectores políticos que, desde la Ley Interpretativa de la Constitución de 1833, pasando por las leyes laicas, hasta la separación entre Estado e Iglesia en la Constitución de 1925, han contribuido a que en Chile las iglesias evangélicas gocen de la libertad para predicar el Evangelio. Desde luego, no han sido los sectores conservadores que hoy procuran atraer el voto evangélico con promesas vinculadas a la llamada “agenda valórica.”

Dicha agenda representa cambios culturales de alcance mundial que todas las sociedades actuales están enfrentando, cualquiera sea la orientación política de sus gobiernos. Por algo la Ley de “Acuerdo de Unión Civil” se aprobó durante el gobierno del Presidente Piñera. Lo que las iglesias necesitan preservar es su libertad de predicación y enseñanza como los medios idóneos para difundir sus visiones de la vida en familia y en sociedad. Desde la época del Reverendo David Trumbull, los principales aliados en el establecimiento y preservación de tales libertades han sido los sectores políticos progresistas.

Juan Sepúlveda González, Director de Planificación Institucional, SEPADE

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