Durante los días de duelo nacional por el sensible fallecimiento del ex Presidente de la República, don Patricio Aylwin Azocar, ha sido evidente el contraste entre las múltiples manifestaciones de reconocimiento a su rol como “padre de la transición democrática”; y algunas evaluaciones más negativas de su trayectoria representadas, por ejemplo, en la negativa de dirigentes estudiantiles a postergar una marcha por la educación, cuyo mensaje implícito podría verbalizarse en la siguiente frase: “nosotros no tenemos nada especial que reconocerle”.

Presidente Aylwin con el Rev. Emilio CastroExaltar su figura como “el” gestor de la transición democrática contrasta con la propia modestia del ex Presidente Aylwin, y tiende a obscurecer el hecho que se trató de un proceso altamente participativo, que involucró no solamente a dirigentes de diversos partidos políticos, sino a amplios sectores de la sociedad civil organizada. Su liderazgo, en la primera etapa de la “Concertación por la democracia”, emergió con el carácter de primus inter pares, y su gran mérito radica precisamente en su capacidad para aunar voluntades y facilitar el trabajo en equipo entre personalidades de diversas sensibilidades políticas, aún en escenarios de gran conflictividad.

Por otra parte, negar la importancia histórica de su legado debido a su liderazgo opositor al gobierno del Presidente Salvador Allende; o por haber encabezado la postura mayoritaria de la Democracia Cristiana, que validó la legitimidad de origen del Golpe Militar (misma postura que adoptó inicialmente la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica Chilena); o por haber privilegiado la “política de los acuerdos” durante su gobierno; implica desconocer que un político adquiere trascendencia histórica precisamente cuando es capaz de aprender del pasado, y jugarse por decisiones que no siendo necesariamente populares, reconstruyen la viabilidad de la convivencia ciudadana.

Más allá del conocimiento público de su trayectoria, mientras ejerció la Presidencia tuve dos oportunidades privilegiadas de apreciar personalmente su modo de abordar la ambigüedad del proceso histórico y de ejercer liderazgo. La primera fue en Julio de 1990, cuando me correspondió acompañar al Secretario General de Consejo Mundial de Iglesias, Rev. Emilio Castro, en una entrevista privada con el Presidente Aylwin. Fue una conversación extraordinariamente sincera acerca de la magnitud de los desafíos del momento y la precariedad de los medios disponibles para abordarlos. Con todo, ambos estuvieron de acuerdo en que el mundo necesita “estadistas” más que “administradores del Estado”.

La otra fue en Febrero de 1991, cuando convocó a un grupo de dirigentes evangélicos para pedir su colaboración en el proceso de asumir y procesar la verdad que logró establecer la “Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación”, cuyo informe se daría a conocer próximamente. Allí pude apreciar lo profundamente conmocionado que estaba el Presidente por la magnitud y gravedad de los crímenes de la dictadura, días antes que todo el país pudiera observarlo cuando se quebró al pedir perdón en nombre del Estado. Sin embargo, en la ocasión también convocó a representantes del Consejo de Pastores de Chile, organismo que en su primera declaración pública, en Diciembre de 1974, había negado explícitamente que en Chile se violaran los derechos humanos. Es evidente que, desde su perspectiva, no tenía sentido convocar únicamente a dirigentes del sector del mundo evangélico que había denunciado públicamente las violaciones de los derechos humanos. Si se trataba de asumir y procesar esa verdad como país, tenían que estar todos.

No me cabe recordar al ex Presidente Aylwin como héroe, y menos como villano. Tampoco como un profeta. Un profeta tiene la misión de denunciar sin tapujos lo que está mal, y anunciar lo que significa el bien absoluto. Al político responsable le corresponde la compleja labor de construir viabilidad a cambios que nos acerquen lo más posible al bien absoluto, que no es lo mismo que buscar el mal menor. Me parece que tal es el sentido de la definición clásica de la política como “el arte de lo posible”. Por ello, en mi caso lo recordaré como un hombre de su tiempo que supo ser un político responsable. Un ejemplo más que digno de imitar en el Chile actual.

Juan Sepúlveda G., Director de Planificación Institucional, SEPADE

 

 

 

 

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